Crónicas de Alasia (LXIX): Los Jinetes de Ur Grakka

LOS EXPLORADORES DE WILWOOD

  • Elian Arroway, mago abjurador de la sangre del león
  • Gaul, bárbaro semiorco, iniciado como druida por el Círculo de Dun Emain
  • Shelain Liadiir, impetuosa guerrera elfa, hija del maestro de armas del Barón
  • Dworkin, excéntrico hechicero gnomo de raíces silvanas
  • Namat, clérigo de Valkar, padre de la batalla, de orígenes tribales
  • Ogden, un enano sin recuerdos tras su paso por la Rama Dorada

Cosecha 11

Tenían que salir de allí como fuera. Dentro de cinco o a lo sumo seis noches, la luna llena regresaría al cielo nocturno, y Wilwood se convertiría en una trampa mortal, el territorio de caza de incontables jaurías de licántropos rabiosos y ávidos de sangre. Mientras levantaban el campamento a toda prisa, los exploradores repasaban en voz alta sus opciones. No podían desandar sus pasos, ya que aquello les llevaría demasiado tiempo. El camino les permitiría viajar más rápido, pero para llegar hasta él debían o bien perder varios días dando un gran rodeo en dirección contraria hasta el vado por donde habían cruzado, o enfrentarse a las rápidas aguas del Cauce Plateado, algo que tan sólo Gaul y Shelain tenían posibilidades de lograr fácilmente y que además implicaría abandonar buena parte de su equipo. Además, cruzar de nuevo el vado les dejaría en mitad del territorio de uno o más osos lechuza, y lo último que necesitaban era buscarse problemas innecesarios.

La otra opción era recorrer la orilla oeste río abajo, con la esperanza de encontrar un nuevo lugar donde cruzarlo, y a partir de ahí confiar en la pericia de Gaul para no perderse y avanzar bosque a través lo más rápidamente posible hacia el exterior. Aquello planteaba tantos problemas como lo otro. No tenían ni idea de qué curso seguía el río, y por tanto seguirlo podía meterles hacia el interior del bosque en lugar de acercarles al lindero; y aún si conseguían cruzarlo sin problemas, avanzarían por terreno completamente desconocido. No había una solución fácil para el aprieto en el que se encontraban.

Mientras tanto, Dworkin trepó a un alto fresno, con la intención de otear el territorio que les rodeaba. Shelain aseguraba que se escuchaba un rumor lejano parecido a un trueno persistente, y habían aprendido a confiar en sus sentidos élficos. Cuando el gnomo llegó hasta lo más alto que se atrevió a subir, afortunadamente sin serpientes aquella vez, pudo ver con claridad que tanto el bosque como el río parecían desaparecer abruptamente a una cierta distancia al sur de su posición. ¡El murmullo de Shelain era una cascada! Emocionado, empezó a bajar ágilmente como una ardilla de pelo rojo.

Elian, por su parte, apenas había participado en la conversación. El mago tenía la mente ocupada en todo cuanto los lobos le habían contado a Gaul. Ardía en deseos de resolver aquel misterio, y descubrir qué era lo que estaba pasando en Wilwood, qué hacía que todos los lobos se vieran aquejados por semejante maldición. Y algo de lo que habían contado los animales le había despertado antiguos recuerdos. Al contrario que sus compañeros, Elian había nacido y se había criado en Nueva Alasia y, aunque se había marchado siendo muy joven para recorrer los caminos del mundo junto a su maestro, había pasado su niñez escuchando historias y leyendas de las tierras que les rodeaban. La mención que Ojo Gris había hecho del Gran Lobo le devolvió a la mente una de esas historias que se contaban a los niños de Alasia a la hora de irse a la cama. Por mucho que se esforzó, no logró recordar los detalles, pero la historia hablaba de las tres Grandes Bestias de Wilwood: el Rey Alado, la Gran Sierpe y el Espíritu Lobo. La  Sierpe era terrible y destructora, y el Lobo un noble guardián; el Rey sobrevolaba el bosque silencioso como un fantasma, siempre vigilante. ¿Sería posible que el Espíritu Lobo de la leyenda fuera el Gran Lobo mencionado por el animal? ¿Acaso la Gran Sierpe era Constrictora, el ofidio que había estado a punto de engullir a Dworkin hacía unas semanas? Por otro lado, el día anterior habían encontrado unas señales de camino que advertían a quienes supieran leerlas de un peligro relacionado con una sierpe al sur de un risco.

El abjurador estaba compartiendo aquella información con sus camaradas cuando Dworkin acabó su descenso y les contó que había visto lo que sin duda era una cascada varias millas al sur. No estaba demasiado lejos, y si había una cascada, quizá desde ella hubiera altura suficiente como para otear el territorio circundante e intentar encontrar una salida de su atolladero. Y si lo que encontraban no les servía, a lo sumo habrían perdido un par de horas. Sin desperdiciar ni un minuto más, se pusieron en marcha a paso vivo. Sus esfuerzos fueron bien recompensados. Poco después, el rugido de la cascada empezó a ser audible para todos ellos, y cuando por fin la cascada quedó al descubierto, la vista que se desplegó ante ellos fue absolutamente majestuosa.

El Cauce Plateado se precipitaba por la abrupta cara de un risco, un precipicio vertical que caía a pico unos 700 pies y dividía el gran bosque en dos alturas. Y era en verdad un gran bosque, mucho mayor de lo que hasta entonces habían imaginado. El manto de árboles por debajo del risco seguía hasta donde les alcanzaba la vista. En la distancia, al noroeste, apenas visibles entre la bruma del horizonte, se perfilaba una larga sierra de colinas y montes, entre los que destacaba un pico puntiagudo mucho más alto que los demás. Los ojos de elfa de Shelain llegaron a captar el destello diamantino de un río naciendo en las laderas de ese pico y perdiéndose entre los árboles al llegar al nivel del suelo. Otra sierra se dibujaba al suroeste, encerrando la parte central del bosque en una especie de valle más profundo. Y en el centro de ese valle, había una amplia zona prácticamente circular, totalmente cubierta por un espeso manto de niebla, tan gris que parecía un mar plomizo. Con tan sólo posar la vista sobre aquel lugar, Gaul supo que no era algo natural. Sin duda, bajo aquella mortaja gris se escondían los túmulos de los reyes muertos. La mirada de Ogden, que evitaba en todo momento posarse en aquel valle cubierto de bruma, parecía confirmarlo.

El risco, por su parte, serpenteaba a su izquierda y derecha, perdiendo en altura hacia el oeste y ganándola conforme se alejaba hacia el este, donde formaba un amplio codo en forma de media luna. Abajo, el curso del Cauce Plateado se podía seguir entre los árboles sin dificultad hasta que se perdía tras un nuevo recodo del risco, y también se podía atisbar un afluente más pequeño y estrecho que nacía en unas lomas a los pies del risco. Cerca de su nacimiento, en una zona donde el bosque parecía menos espeso y denso, pudieron ver una delgada columna de humo, como la que provocaría un fuego de campamento, o quizá la chimenea encendida de una casa. Muchas millas al suroeste se entreveía lo que parecía ser un lago, y Shelain creyó ver un edificio o estructura junto a él, aunque estaba lo bastante lejos como para poder ser sólo un efecto óptico. Y justo al sureste de su posición, en la cara del risco, se podía ver algo tallado o esculpido, aunque quedaba parcialmente oculto por los pliegues de la pared de roca y no era posible verlo con claridad. A Shelain le pareció algún tipo de estructura, pero ni siquiera su vista élfica pudo ver más que eso.

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El mapa de los jugadores, con la región avistada desde lo alto de la cascada

Aquel panorama revelaba muchísima información que les sería de enorme utilidad en futuras expediciones, así que Elian expandió el mapa del bosque que iba trazando según exploraban, pero tampoco les ayudaba en su situación actual. Para descender al bosque inferior tendrían que adentrarse más en Wilwood, y eso era todo lo contrario a lo que deseaban. No era el momento para explorar lo desconocido, sino para retroceder en busca de la seguridad de los muros de Nueva Alasia. Lo que sí les fue de utilidad fueron las piedras que sobresalían del río justo antes del espectacular salto de agua. Fue un cruce enervante, ya que un resbalón les habría precipitado cascada abajo hacia una muerte segura, pero uno a uno lograron cruzar y salvar el primero de los obstáculos que se interponía entre ellos y la salvación. Gaul les propuso apretar el paso para recuperar el tiempo perdido en bajar hasta la cascada, y empezó a guiarles en diagonal hacia el noreste, con la intención de llegar al camino de la forma más rápida posible. Aquello implicaba cruzar una parte del bosque que aún no habían explorado, pero sería un corto trecho, así que el riesgo valía la pena.

Fue cruzando esa parte inexplorada cuando empezaron a escuchar los gritos. Era una voz de hombre, y sonaba como un anciano pidiendo auxilio y socorro… en mitad de un bosque salvaje y peligroso. Elian, Dworkin y Shelain inmediatamente se pusieron a avanzar hacia los gritos, y Gaul no hizo nada por detenerlos, ya que de todas maneras provenían de la dirección que estaban siguiendo. Cuando llegaron, armas en mano y con los conjuros en la punta de la lengua, se encontraron con una escena de lo más pintoresca. Un anciano vestido con ropas sucias de barro y botas altas, con un raído sombrero gris de ala ancha, estaba subido a la rama de un roble, a unos tres metros de altura. A los pies del árbol, un gran animal rondaba y merodeaba, lanzando gruñidos esporádicos y arañando la corteza del roble de vez en cuando, aguardando con paciencia a que su presa bajara o se cayera de una vez. El animal, un glotón de tamaño gigantesco, tenía unas grandes zarpas y unos colmillos de aspecto aterrador, y el viejo intercalaba gritos de auxilio con insultos a la bestia.

¡Fuera, bicho! ¡Pero vete de una vez! ¡No pienso moverme de aquí, me oyes! ¡Búscate algo más tierno que llevarte a la boca, leches! ¡Que estoy muy rancio ya para ti!

La bestia y el anciano notaron la llegada de los aventureros a la vez, y reaccionaron de forma opuesta. El viejo empezó a agitar los brazos al aire con tanta alegría que casi se cae de la rama, mientras que el glotón cargó hacia los recién llegados, buscando aliviar su frustración con presas más fáciles. Pero no llegó a completar su carrera. Gaul pronunció una sola palabra en el lenguaje secreto de los druidas, hizo un amplio pase con su mano, y la bestia interrumpió su carga y se sentó en el suelo, pacífica como un gatito. Gaul ordenó al animal encantado que se marchara del lugar, y la gran bestia desapareció tranquilamente entre los árboles para no volver. Shelain y Namat ayudaron al hombre a bajar del árbol, y éste se deshizo en agradecimientos.

¡Soy el Viejo Silas, para servirles! ¡De Lindar de toda la vida! ¡Bueno, soy más viejo que Lindar, ejejej, pero ya me entienden! ¿Cómo? ¡Es que no oigo mucho por este oído, sabe! ¡Y por el otro nada jejejej!  

El anciano bebió ávidamente del odre que le ofreció Dworkin. Llevaba un día entero encaramado al árbol, y aseguraba que le dolían todas las articulaciones. Al pie del árbol vieron que había dejado tirados varios enseres: un saco de arpillera y una gran batea de latón. Tan sólo Elian reconoció la utilidad del instrumento: el viejo era un buscador de oro.

¡Si! ¡Eso es lo que soy! ¡El Viejo Silas lleva cuatro décadas diciendo que hay oro en el Cauce Plateado, y nadie me cree! ¡Pero yo sé que es verdad! ¡Y tarde o temprano se lo demostraré, si, vaya que si! 

Al parecer, habían dado con un anciano tozudo y excéntrico, demasiado empecinado como para reconocer el peligro que corría persiguiendo un oro que probablemente no existía, y que incluso de hacerlo, jamás le compensaría las décadas que afirmaba haber desperdiciado en su búsqueda. Gaul resopló para sus adentros. Lo último que necesitaban era peso muerto. Entonces Elian le hizo una pregunta al anciano que hizo que el semiorco reconsiderara su opinión. El mago le preguntó al anciano por la luna llena y los lobos; al fin y al cabo, si llevaba años adentrándose en el bosque, tenía que saber algo a la fuerza.

¡Si, si! ¡Claro que lo sé! ¡Es de estúpidos estar dentro del bosque cuando se asoma la luna llena! ¡Lo sabe todo el mundo! Si no fuera por ese maldito bicho que me ha tenido subido al árbol como un mapache, ya me habría largado con viento fresco! ¿Cómo? ¡Pues claro que tengo un atajo! ¡No soy un necio! Me lleva una semana llegar desde Lindar hasta el río, eso no es nada, he hecho ese camino cientos de veces. Pasa cerca del Claro Silencioso, pero eso a mí me da igual ejejej… ¡total, ya estoy medio sordo, no se perdería gran cosa ejejejejej!

Respondiendo a sus preguntas, Silas les contó que ese Claro era un lugar que tenía la reputación de estar encantado. Se decía que cualquiera que entrara en él, aunque fuera durante unos segundos, perdía el oído para siempre. Cuando Shelain le preguntó si no tenía miedo de las criaturas del bosque, el anciano respondió sin pensar.

¡Ah, no! ¡Qué va, señorita! ¡Esta parte del bosque está vigilada! ¡Bueno, normalmente lo está! Ahora…

Entonces el Viejo Silas se calló de golpe, y por la expresión culpable de sus azules ojos fue evidente que había hablado más de la cuenta. Los compañeros intentaron seguir tirándole de la lengua, pero el anciano se negó a decir más, haciéndose el sordo y evitando sus preguntas con batallitas, y al final desistieron. Estaba claro que el viejo prospector sabía que había cometido un error. Había revelado más de lo debido, y ese secreto no le incumbía únicamente a él. Gaul, Shelain y Elian tenían la suficiente experiencia con poblaciones enteras que guardaban secretos como para tener dudas al respecto. Las gentes de Lindar escondían algo importante. Faltaba poco para la puesta del sol, así que los compañeros levantaron un campamento y se dispusieron a pasar la noche. Por la mañana decidirían qué ruta seguir en su huida.

Cosecha 12

Reanudando la marcha y apretando el paso, el Viejo Silas empezó a guiarles a lo largo de su atajo secreto. Por lo que les había contado, Gaul y Elian habían calculado que podían aprovechar ese atajo durante buena parte del día, y luego decidirían si continuaban siguiendo a Silas o si intentaban retomar el camino, ya que la idea de pasar cerca de un lugar embrujado en su huida no entusiasmaba a nadie, y todavía no estaban seguros de si podían confiar en el anciano. Sobre mediodía, poco después de cruzar un pequeño arroyo cantarín, el Viejo Silas se quitó el sombrero con actitud reverente. Todo rastro de su jocosidad senil desapareció de su rostro, y en un susurro, les pidió que guardaran en secreto lo que estaban a punto de ver.

Tras un grupo de árboles especialmente gruesos, junto a un meandro del arroyo, se alzaba un enorme túmulo funerario hecho con grandes piedras. Una de esas piedras contenía una inscripción en un extraño idioma, que Dworkin identificó como la lengua silvana de las criaturas del bosque. Como una de ellas, el gnomo podía leerla sin dificultad. Rezaba así:

Aquí yace la hermosa Elora,

amada compañera,

esperanza de futuro.

Rhynn Pwyll será,

de ahora en adelante,

el Último de los Voadkyn.

Al parecer, aquello formaba parte del secreto que guardaban los hombres de Lindar. Gaul había escuchado el nombre de los Voadkyn antes, durante su instrucción druídica. Eran, o habían sido, nobles gigantes guardianes de los bosques, y parecían estar prácticamente extinguidos, si es que todavía quedaba alguno. Dworkin, sin dejar de mirar a Silas, comentó que Rhynn era el vocablo silvano que significaba “rey”. El anciano parecía sentir un profundo dolor ante el túmulo, y se había arrodillado para rezar una oración por la difunta. En la mente de todos estaban unas huellas gigantescas que habían descubierto durante sus primeras expediciones a Wilwood, las huellas de un humanoide muy grande acompañado por un canino igualmente grande. El gigante que había dejado las huellas iba dejando también un rastro de sangre. En su interior acababan de darse cuenta de a quién habían pertenecido tales huellas, y se preguntaban si al haberse negado a seguirlas no habrían contribuido a la desaparición del último Voadkyn de las tierras de Valorea.

La noche llegó, y con ella una luna cada vez más grande y redonda. Siguieran el camino que siguieran, a partir del día siguiente iban a tener que avanzar prácticamente a la carrera si querían tener alguna esperanza de abandonar el bosque a tiempo. Gaul sabía que utilizando el camino, él podría lograrlo, y quizá Shelain también. Pero albergaba serias dudas sobre las posibilidades de Elian y Namat, y ni Dworkin ni el viejo lindareño podían lograrlo sin ayuda. Pero el momento de tomar aquella dura decisión no había llegado aún, así que después de montar un pequeño campamento en un rincón bien resguardado, se dispuso a pasar otra noche en Wilwood.

Pero los dioses son caprichosos, tanto los antiguos espíritus como los dioses del Valoreon, y se negaron a permitirles una noche de paz y reposo. Pues poco después de tenderse sobre sus mantas, el sonido de unos jinetes acercándose entre los árboles les indicó que estaban a punto de tener compañía. No sonaban como la mayoría de jinetes montados a caballo. El sonido de los pasos que se acercaban eran de animal, pero no hacían el sonido inconfundible de los cascos de un equino, sino que parecían pisar con mayor ligereza, y sin el típico redoble acompasado de las patas delanteras y las traseras. Los compañeros apagaron el fuego rápidamente, y Dworkin eliminó los restos de humo y olor con un práctico truco mágico. Ocultándose con presteza entre los arbustos, los compañeros vieron llegar a una partida de guerra de lo más extraña.

Eran orcos sin ninguna clase de duda, orcos que mostraban las mismas escarificaciones faciales que habían visto una vez a una patrulla que les había espiado desde lejos. Eran siete, e iban todos montados en unas extrañas y enormes aves de aspecto primitivo y picos anchos y afilados como filos de hacha. Uno de ellos, que cabalgaba en cabeza y llevaba un collar hecho de dientes, orejas y garras, era tuerto de un ojo, y a juzgar por la forma de sus cicatrices rituales, se lo había mutilado a propósito. Por sus alfanjes desenfundados, probablemente habían acudido al lugar atraídos por la luz del fuego. Los orcos empezaron a examinar la zona, y no tardaron en descubrir los restos del campamento. Parecían no haberles visto, y cabía la posibilidad de que no les encontraran. Pero entonces, el líder tuerto les dio una orden, que Gaul entendía perfectamente:

No pueden estar lejos. Batid la zona. 

El grupo se dividió en dos, con tres orcos dirigiéndose a cada lado del campamento con la intención de no dejar piedra sin revolver, mientras el líder permanecía en el centro, supervisando la operación. Era imposible que no les encontraran. Antes de que les descubrieran a todos, Gaul se levantó y salió al descubierto mostrando las manos para que vieran que no empuñaba ningún arma. Quizá por una vez en su vida pudiera beneficiarse de su herencia orca.

Los orcos abandonaron su búsqueda y corrieron a rodearle, aún montados en sus extrañas bestias. Hablando en lengua orca, Gaul afirmó ser un viajero solitario que no deseaba la guerra con sus parientes. El líder orco llevó la voz cantante en el interrogatorio que se produjo a continuación, y se mostró extremadamente receloso. El intercambio fue tenso. El líder orco, intentando decidir qué hacer con ese mestizo extranjero, dijo:

Vendrás con nosotros a Ur Grakka. Allí conoceremos tu destino. 

Gaul siguió parlamentando con el líder, intentando convencerle de que le dejara seguir su camino en paz, jugándoselo todo a la única baza que presuponía: ninguno de ellos podía permitirse perder el tiempo con la luna llena tan cerca. Y, por un breve instante, pudo haberlo logrado.

En ese mismo momento, sin dar ninguna explicación, Namat pronunció las palabras de un conjuro de luz, y un orbe dorado resplandeció a su alrededor como un diminuto sol en plena noche, revelándole a él y a todos sus compañeros escondidos. Gaul se quedó estupefacto ante la inexplicable reacción del clérigo de Valkar. Los orcos también aullaron sorprendidos, y el líder desenfundó su arma, rugiendo en su gutural idioma:

¡Traición! ¡Emboscada!

Y entonces se desató el infierno.

7 comentarios en “Crónicas de Alasia (LXIX): Los Jinetes de Ur Grakka”

  1. Ufff, una vez más, un cliffhanger en toda regla.

    «¿Es que nadie va a librarme de ese maldito Clérigo?» -es lo que le ha faltado decir. En defensa del sacerdote, diría que evitar un enfrentamiento iría en contra de los principios morales de su dios de la guerra, y podría explicar su comportamiento.

    Sin embargo, este es un punto delicado, en el que el roleo puede llegar a matar a la party. ¿Justifica la interpretación las consecuencias? Yo diría que las respuestas van a ser polémicas en la mesa.

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    1. ¡Jajaja! ¡Genial la referencia a Henry II y Thomas Beckett!

      En la próxima entrada de los Exploradores se verá la cosa desde el punto de vista de Namat, y puedo decirte que no vas del todo desencaminado…

      Coincido, es un tema peliagudo. Interpretar al personaje y tomar decisiones coherentes con sus creencias o forma de ser es lo deseable, pero en el peor de los casos, el «es lo que mí PJ haría» también se puede usar para justificar cualquier animalada. Y cuando pones en riesgo muy serio de muerte a todo el grupo… pueden saltar chispas. Sobre todo en una campaña en la que los jugadores saben que el DM no va a falsear tiradas para sacarles las castañas del fuego. Fue un momento… tenso.

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    1. ¡Muchas gracias! Sí, a medida que los distintos grupos van explorando va aumentando la imagen global y destapándose conexiones, es algo que a mí personalmente me encanta.

      Tengo dos sets de mapas de Alasia. El global está hecho a 6 millas por hexágono. Los regionales, que son los que uso durante las partidas, están dibujados a escala muy local, de 2 millas por hexágono. El que se ve en la entrada está a esa escala. Las dimensiones concretas de Alasia entera no las puedo revelar por deferencia a mis jugadores, pero es grande… ¡Hay campaña para rato!

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